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lunes, 20 de enero de 2014

Almíbar de dátiles

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Dos años a dieta, dos implantes mamarios y dos liposucciones, hicieron de mí una mujer esbelta y bella. Renuncié al pan dulce con leche, a la pasta con crema, a la milhoja de arequipe. Renuncié.  Me convertí en fan del yogurt, del agua de coco, de los masajes reductores, y no me arrepiento; soy lo que jamás imaginé ser, una mujer sexy… Sexy y sola. Por eso mis amigas pegaron el grito al cielo cuando les conté que Agustín; si, el mismo de lentes de miopía, barriguita incipiente, discurso epistemológico reincidente y acento indeterminado; me había invitado a cenar; yo lo tomé como una amabilidad hasta que vi sus ojos, como encendidos detrás de los cristales, me di cuenta de que me estaba invitando a su casa a cenar. En un arrebato de tedio le dije que si, que iría, que mañana a las cinco de la tarde, como él, como todos nosotros, saldría de la oficina y estaría libre. Total, Agustín pertenece, sin lugar a dudas, a esa estirpe de hombres inofensivos que comen pasticho los domingos y toman ron con cocacola.

Mis amigas deliraron de felicidad ante mis ojos incrédulos ¿Qué podía ser más soso que una cena con un hombre que sólo vive para leer y que aparenta más edad de la que tiene? Ellas, al unísono, corearon felicitaciones, guiños de ojos y varios consejos que suenan terriblemente cursis a los treintaylargos años. Yo iría, por supuesto, vestida de diario, sin ningún mariposeo en el estómago y dispuesta a cenar frugalmente y a agradecer su gesto.

A las cinco en punto Agustín se asomó en mi oficina, me dijo que me esperaría en el estacionamiento. Yo, con esa sensación de hambre soslayada que he tenido desde hace dos años, asentí feliz de que se acercara la cena.
Lo seguí, el tráfico en la autopista era terrible. Él me enviaba mensajitos por el celular diciéndome que estaba feliz de que aceptara su invitación. Yo tratando de ser amable (y guiada por el hambre que ya me estaba acosando) le respondí que había aceptado encantada, pero eso sí, que iba a comer poco para respetar mi dieta.

Su mesa estaba tímidamente servida, se disculpó y me dijo que tenía que calentar lo que había cocinado. Me habló de sus antepasados persas, de la cultura ancestral de sabores y perfumes que vivía desde hacía milenios en las tierras calurosas de Irán, que pertenecía a un reducido grupo de católicos iraníes, que estaba haciendo un curso de pensamiento complejo vía Internet.

Al momento de irse a la cocina comencé a sentir un aroma penetrante, de guiso, de especias, de hierbas; no sabía exactamente de qué se trataba, pero se me hizo agua la boca. En minutos Agustín regresó con tres platitos, diminutos, con berenjenas, zanahorias y aceitunas: eran las entradas.

Le digo que no tomo alcohol, me responde que lo sabe y me trae una copa con limonada perfumada con agua de rosas. Al momento de sentarnos a comer, el aroma del guiso era aún más penetrante. Le comento que huele delicioso y me dice que es una receta secreta de su familia, que los ingredientes los trae de su país, que jamás le dice a nadie el secreto de su preparación.  Al comer la primera aceituna un hilo de sudor me corrió por la espalda, era distinta, tremendamente distinta a cualquier aceituna que hubiera probado, carnosa, jugosa, casi acaramelada. Las berenjenas se deshacían en mi boca, las zanahorias, dulces y picantes, eran un deleite en mi paladar.

A medida que comía, Agustín hablaba suavemente. Se quitó los lentes y ante mí apareció un hombre con ojos profundos de pestañas enormísimas. Comía con tanta delicadeza que casi parecía estar rezando y con cada bocado suspiraba y me explicaba como en su familia, son los hombres los cocineros.

El aroma del guiso se me mete en el alma y Agustín se levanta de su silla y exhala un perfume de varón saludable y viril que no se corresponde con esa imagen de ser inofensivo que siempre tuve de él. Regresa de la cocina sonriente y me dice “el cordero es un animal muy especial, si no lo respetas te agrede con un mal sabor, pero si lo mimas, se deja cocinar como una exquisitez”. Al lado del guiso de cordero, arroz basmati, una salsa de hierbabuena, más limonada con rosas y los ojos de Agustín, incandescentes y entornados, mientras yo engullo y envío a los mil demonios la dieta y la abstinencia.


El penúltimo bocado de cordero me angustia, ya se está terminando este manjar y yo hice una promesa que no he roto en dos años: jamás repetir. Agustín me mira y me dice “voy a servirte un poco más” yo le devuelvo una mirada suplicante que él entiende de inmediato y me explica “Hago este cordero muy pocas veces al año, te conviene comer todo lo que puedas”. Agradezco íntimamente que me dé un buen argumento y le digo que me sirva, que voy a repetir, que me sirva como si fuera la primera ración.

Mientras como, Agustín me comenta que su especialidad es la cocina dulce, los postres de su país son almibarados y rinden culto a los frutos secos. Impaciente, termino de devorar el guiso y experimento una paz de espíritu y un placer gastronómico distribuido por todo el cuerpo.
En un plato azul cobalto, trae una minúscula mousse de queso de cabra regada con un almíbar de dátiles. La cucharilla de desliza por ella y sé que en tres bocados daré buena cuenta de aquella liliputiense delicia. Al llevármela a la boca siento como si miles de estrellitas explotaran en mi lengua y un rocío de miel me bañara entera. Completamente extasiada, me olvido de Agustín y me entrego al goce lúdico y lujurioso que el postre provoca en mí. Cierro los ojos y sólo quedamos ella y yo en el mundo, ella para ser devorada, yo para encontrarme conmigo misma y dar gracias a Dios por estar viva.

Cuando abro los ojos me encuentro con los de Agustín que me mira fijamente y me dice “Esta es una cena dedicada a ti. La cociné para decirte que eres la mujer más bella y solitaria del planeta. Tu soledad y la mía son idénticas, por eso, sabía que sólo tú podrías disfrutar de esta comida como yo lo hago, sólo tú y tu soledad podrían entenderme a mí y a mi soledad”…

Cuando lo besé me di cuenta de que él estaba comiendo la misma mousse con un almíbar de damascos. 

El gringo

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El gringo, sancochándose del calor a orillas del Coquivacoa, engullía, parsimoniosa e inalterablemente, kilos y kilos de huevas de iguana, con las venas del cuello marcándosele, los chorros de sudor corriéndole por la frente y bendiciendo su suerte.

El gringo había llegado a La Concepción huyendo de los horrores de la guerra del Pacífico y de un matrimonio mal avenido que degeneró en divorcio y que sólo le dejó un sabor amargo en la boca que él exorcizó con dulce de icaco y huevos chimbos.

Sin saber hablar español, se entendía con los Wayú, silentes y laboriosos, que trabajaban en las contratistas de las petroleras en un intrincado lenguaje de señas que terminó por convertirse en el idioma corporativo de la zona. Era un gringo enorme, rosado y feliz, que descubrió que el único lugar más lindo que su California natal, eran las tierras ardientes del Zulia. Jugaba béisbol en la hora abrasadora de las 3 de la tarde, se disfrazaba en navidad de San Nicolás, cazaba iguanas para darse banquete con sus huevas y amarraba las hallacas de las casas vecinas.

Muchos niños de de ascendencia wayú se llamaron como el gringo, y las mujeres se lamentaban de que la versión femenina de ese nombre sonara tan feo que ni un maracucho se atreviera a llamar a una inocente niña de esa manera. Muchos años después de su muerte, un concurso de comedores de huevas de iguana y una beca para niños talentosos en el Béisbol, llevan su nombre.
El día que ella lo vio, venía de la mano de su hija. Terminaba de freír las últimas empanadas del día y la niña jugaba en la plaza de enfrente cuando el gringo, hambriento como era su estado natural, le preguntó a la niña donde podía comer en su dialecto de señas corporativo. La niña tomó la mano monumental del gringo y se lo llevó a su madre y en un acto premonitorio le dijo “Mami, mi papi tiene hambre”. Ella, que era viuda y que sabía que su hija tenía la lengua llena de presagios, miró al gringo y lo primero que le inspiró fue piedad “pobrecito, parece una langosta de tanto sol” pensó. Agradeció que el gringo no entendiera a la niña y le sirvió las empanadas hirvientes que le quedaban y un vaso de horchata.

El gringo se volvió loco. Abandonó sus puntuales visitas al burdel del pueblo y las mariposas nocturnas se dedicaron a llorar inconsolables culpándose entre ellas por la ausencia, compraba todas las empandas que ella freía y se las comía de un solo bocado para demostrarle su amor, aprendió las únicas diez palabras en español que siempre pronunció bien para decirle: “bonita señorita, usted es la flor del desierto, cásese conmigo”, se disfrazó de San Nicolás en pleno Junio para llevarle regalos, cantaba en su ventanas los blues adoloridos de Nueva Orleáns y una noche deliró hasta la extenuación de fiebre por haber pasado la tarde entera recitándole a gritos y en inglés los fogosos versos de Walt Witman en la plaza frente a su casa.

Ella decía que no podía casarse con un gringo regorgallero que comía huevas de iguana como postre, que eructaba como un trueno y que podía tomarse cuatro litros de horchata de una sola vez. Pero sus argumentos no aguantaron el caudal escandaloso del amor del gringo quien le suplicó, a través de un intérprete, que remediara su esterilidad congénita y le permitiera ponerle su apellido sajón a la niña.

Las señoritas casaderas de familias de bien no dieron crédito a sus oídos cuando se regó por el pueblo que el gringo se casaba, no con una de ellas, no con una gringa, sino con una viuda vendedora de empanadas, curvilínea, morena y de ojos verdes nativa de Santa Lucía. Se dijo que ella lo había emponzoñado del mal de amor con una pócima revuelta con la horchata, se dijo que la niña era de él y que en un viaje anterior había dejado ese cabo suelto y ahora tenía que recogerlo, se dijo que los ojos verdes de ella funcionaban como maleficio para los gringos grandes, rosados y felices, se dijo que era la niña la que ejercía esa atracción con el poder insondable de su orfandad, se dijeron muchas cosas de las cuales ellos jamás se enteraron porque en la embriaguez del amor bilingüe, compraron una casona de fachada de colores y allí vivieron, dichosos, hasta que el gringo murió de viejo en los brazos de ella, recitando los versos ardientes de Walt Whitman y jurándole amor eterno más allá de todos los tiempos.

El azúcar y la sal

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Para Raiza y su pasión en los sesenta

*      “La vida es el arte del encuentro”
*      Facundo Cabral
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*      Mi bisabuela era puta, o al menos eso pensamos luego de atar los cabos que ella misma soltó durante su excéntrica existencia. Mi tío dice que recuerda haberla oído decir “Mientras el español dormía de un lado de la cama, yo dormía del otro” y ese español tenía un burdel conocidísimo en Maturín, donde fue a caer mi bisabuela luego de abandonar a su marido por golpeador y bruto, dejándole sus dos hijas recién nacidas y su hacienda de café en Trujillo. También supimos que después de eso, trabajaba en un hotel en Caracas bordando sábanas y limpiando cuartos. Trabajaba como una mula, y al final del año, con sus ahorros, se alojaba una semana para darse la gran vida en el mismo hotel y se gastaba hasta el último centavo comiendo de lo lindo y haciéndose servir por sus compañeras.

Pero mi bisabuela no era ni puta ni bordadora de vocación, su verdadero talento estaba en el azúcar. Hacía dulces celestiales, turrones inéditos, almíbares diáfanos, galletas estrepitosas, y tortas mullidas como almohadones. Era una viciosa de la piña, a la cual le daba usos inverosímiles, como la “infusión de piña para curar el despecho” o las “gárgaras de jugo de piña para borrar las malas palabras de las bocas infantiles”, pero su acto de hechicería, su mayor acierto, era la torta de piña, un milagro hecho con un almíbar y rodajas de piña, que cubría una torta esponjosa y láctea y que ella hacía en dimensiones enormes porque sabía que el aroma que salía de su cocina atraía hasta a los desconocidos y convertía a personas decentísimas en desvergonzados imprudentes, que tocaban las ventanas para pedir.

Luego de ganarse el pan con múltiples oficios, decidió que le pagaran por lo que a ella le gustaba tanto hacer, un buen día abrió las puertas de su casa y vendió sus prodigios melosos a conocidos y extraños que se abarrotaban rogando que le vendieran un quesillo.

Por esos días, mi abuela la conoció, y al verla se quedó perpleja, con los cachetes rojos y los ojos pintados de negro, la mujer parecía una loca en delantal. Mi abuela se presentó “yo soy su hija, soy la hija de Pedro Martínez” a lo cual ella respondió con naturalidad pasmosa “¡Hija! ven, siéntate y me cuentas tu vida mientras te comes esta torta de pan”. Mi abuela solo reforzó su animadversión genética, le pareció que su afición por el dulce era vulgar, tanto como sus vestidos que dejaban traslucir su figura esbelta y su voz ronca de tanto cantar boleros, porque también fue cantante.

Mi bisabuela murió sola, como sola había vivido, lo supieron cuando el lunes no abrió su puerta de par en par para vender papitas de leche y aliados. Los niños dijeron que luego de meterse por la ventana, vieron a mi bisabuela en su hamaca, con los ojos abiertos y una foto de un hombre que nadie pudo reconocer en su pecho.

Lo que llaman el destino, que es realmente la vocación, llevó a mi abuela a abrir un restaurante. Mi abuela, sobria y justa, tremendamente incrédula y con una decencia a toda prueba, se dedicó toda su vida a cocinar, pero lejos del azúcar, que le parecía prosaico y pedestre, causa de la temida diábetes y totalmente innecesaria en una dieta equilibrada.
*       
*      Mi abuela era un fenómeno cocinando y levantó a sus 3 hijos sirviendo sopa de gallina humeante y perfumada con hierbabuena, caraotas con orégano, pollo al limón y papas horneadas, dándole de comer a quien le pagaba y a quien no por igual, cantando bajito mientras pelaba ajos y comprándose ropa bonita cada vez que un hijo se graduaba.

Mi abuela era una bendita, salvo algunas excentricidades (como comer mangos trepada en la mata) era una persona sumamente moderada: dormía poco, comía poco, pesaba poco, era afectuosa con su prole, amaba la música y juró que jamás golpearía a un hijo suyo, luego de una paliza que le dio su papá a los ocho años y que la dejó en cama por tres días. Jamás cocinó con azúcar, no sólo porque le recordaba a su mamá, sino porque le parecía de mal gusto, en cambio, se dedicó a la sal y tuvo su restaurante durante cuarenta años, hasta que un cáncer la hizo enmudecer y la durmió para siempre antes si quiera de que nos diéramos cuenta de que nadie, jamás, volvería a alimentarnos con tanto amor y tanta dignidad como mi abuela.

Mi papá y mis tíos jamás cocinaron, nacieron negados a los fogones, todos pensaron que era una virtud femenina hasta que yo, a los dieciséis años dije con toda la masculinidad de la que disponía, que iba a dejar de estudiar y me iba a convertir en cocinero. Un tío vio el fantasma de la bisabuela emputeciendo mi destino con caramelo y biscochos, otro, más sereno, dijo que era una crisis adolescente y que con una mujer se me pasaría, pero mi padre, que lleva la misma sangre teñida por los aromas, me dijo “está bien, serás cocinero, pero, ni cocinas con azúcar ni con sal, que ya bastantes tristezas hemos tenido”, yo entendí de inmediato y me hice panadero. Ahora, a los veintitrés años, cruzo cautelosamente la frontera para hacer golfeados, y me devuelvo tímidamente para hacer pizzas, y las llevo a ambas, a la bisabuela y a la abuela, viviendo al fin juntas y reconciliadas, en mi corazón.
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Aroma perenne

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*      Caminaba de una esquina a otra, descalza, con sus pies hinchados y el cabello recogido. Un aroma a caldo de gallina perfumado con hierbas le hacía agua la boca, pero calmaba su hambre con sorbos de agua fría, pues desde hacía tres horas estaba en trabajo de parto.

Ella escuchaba el ruido de la cocina contigua, sabía que la sopa estaba lista y trataba de distraerse con estos pensamientos cada vez que la punzada de la contracción la hacía palidecer. Estaba sola, como sola había estado desde el momento que se supo embarazada. Aquel amor que la llenó de trinos, se fue dejándole los recuerdos y un corazón latiéndole en la barriga, pero estaba feliz. Había descubierto muchas cosas nuevas durante su embarazo, había aprendido a respirar profundamente para relajar su cuerpo hasta llegar a sentirse casi dormida pero alerta, había descubierto sutilezas en los ácidos de las naranjas, escalas de dulzor en las uvas, texturas extraordinarias en los aguacates, se había reconciliado con la comida después de haber sido su víctima durante años de bulimia feroz. Por una ironía del destino, su embarazo eliminó aquella necesidad maligna de devolver por la vía inversa cuanto alimento tocaba su lengua, para regalarle la paz de una comida bien saboreada y bien asimilada y un amor instantáneo por su cuerpo curvilíneo y el huésped que habitaba en él. Estaba sana, y a punto de dar a luz.
*       
*      Un color azul índigo la cegó anunciándole la próxima contracción que le hizo brotar lágrimas, el médico le había dicho que el parto apenas comenzaba, que por ser primeriza pariría tal vez en la noche y aun no era mediodía. Se sentó en un sillón y en soledad, soportó aquél baño de agujas que le caía en el vientre. Cuando volvió a ver con claridad, la contracción le había dejado un sabor salado en la boca, ya no tenía agua en su habitación y decidió ir a la cocina a buscarla y a torturarse con el aroma suculento del aquél caldo de gallina que no podía comer.

Al entrar en la cocina quedó deslumbrada, era un lugar amplio, fresco, perfumado por las hojas de cilantro recién cortadas y de las cebollas que se freían en una sartén. La cocinera era una mujer mayor, de cabello pulcramente recogido con un largo vestido de flores y un delantal amarillo. Era un sitio iluminado como un hogar y no como lo que era, la cocina de un precario hospital rural instalado en la casona de una hacienda de  caña de azúcar de la década de los treinta.
*       
*      La cocinera la miró y quedó asombrada por el tamaño de la barriga, redonda y tensa, le preguntó por qué estaba ahí y respondió - ¨Tengo sed¨ - La mujer le acercó un vaso de agua helada que tomó poco a poco mientras descansaba su pesado cuerpo en una silla cerca de la mesa donde estaban los ajíes dulces, el perejil, la hierbabuena, los ajos, todos picados listos para ser regados sobre la sopa humeante.

Un bienestar fresco le abrazó el cuerpo, se sintió cómoda en compañía de la cocinera, pues desde temprano la había escuchado cantar, mientras cocinaba, los boleros apasionados del trío Los Panchos y a propósito tarareó uno, y la cocinera respondió de inmediato con una profunda voz de contralto del campo.

Cantaron suavemente, una para distraer los dolores, la otra por el simple gusto de cantar mientras cocinaba, se repitieron las contracciones cada vez más intensas, la cocinera pasaba pedacitos de hielo por los labios y la frente de ella que resistía sin emitir un quejido y que al recuperarse retomaba la canción que habían dejado a medias justo en el tono.
Cantaron sobre mujeres sufridas, hombres traicionados, corazones rotos y amores imposibles, siempre afinadas y comentando lo irreflexivo del amor.

Una fuerte contracción la tomó por sorpresa y anuló los sonidos, la aisló del mundo y la puso frente a sí misma cuando tenía 12 años, rebelde, asustada y aborreciendo la comida. Se vio con el cabello largo tejido en dos trenzas, estuvo mirándose un buen rato, embelesada por la delgadez que lucía en aquél tiempo y por la valentía que se translucía en su mirada de cobre. Cuando volvió al mundo estaba sobre la mesa, no podía retener en su garganta los gritos que salían en una cascada por el dolor sordo que le partía el cuerpo en dos. - ¨Mi niña, puja, que aquí viene tu hijo¨ - escuchó en perfecto contralto. Miraba hacia el techo mientras su cadera se abría independientemente de ella y el olor del cilantro le llenaba los pulmones. El alma se le escapaba por los poros, perdió la noción del tiempo, sintió que había vivido toda una vida en aquél dolor insoportable que le prometía el amor. Las manos de la cocinera, perfumadas por el ají dulce y el culantro de monte, acariciaban su frente sudorosa y le daban una dulce sensación de seguridad; y cuando escuchó el llanto, aquél llanto casi inaudible, como el de un gatito, supo que estaba hecha de la madera materna con la que se esculpieron las madres más felices de la historia.

Su hijo había nacido sobre la mesa de la cocina. La única enfermera del hospital llegó sudada y con la respiración agitada, casi reclamando el adelanto del parto y la idea enloquecida de parir en el depósito del hospital, un lugar abandonado y sucio, que por alguna razón, jamás lograban clausurar, donde algunos aseguran haber visto a una mujer espectral que cocina cantando, y donde de día y de noche se siente el aroma de un caldo de gallina perfumado con hierbas.


La hoja dentro de su cuerpo

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Siento el rasgado de la filipina al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan. El rojo comienza a teñir escandalosamente la tela blanca. No grita, apenas lanza un suspiro de incredulidad. No quiero ver su cara, sólo quiero trinchar su carne viva, oxigenada, en movimiento. 
Una ola de euforia me estremece, quiero cantar mientras siento como su vida se escapa
por la herida. Soy una vengadora de mujeres engañadas, de cocineros ilusos que pusieron sus esperanzas en él, de clientes estafados y yo, su empleada favorita, a quien utilizó, la que sabía más que él, le está dando su merecido. El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo, es para mí como un paroxismo orgásmico.
No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios.

Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.

Testamento gastronómico-amatorio para la instrucción de la nieta

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Nieta querida, hija de mi hija

Ahora que me preparo para dejar este mundo, y habiéndote querido tanto, quiero legarte una sabiduría a la cual llegan casi todas las mujeres y que por pudor, o por mezquindad, nos reservamos: la comida y el sexo son la misma cosa.                           
Tal vez pienses que lo que acabo de decir es un delirio, un devaneo de mis neuronas cansadas que se despiden, una exageración… Pero no, mi amada; es una verdad más grande que un templo y es mi obligación decírtelo. Tu madre no te lo dirá, tal vez tus amigas te lo sugieran, lo más seguro es que si algún día tienes una hija, lo descubra antes que tú y que yo; lo cierto es que el apetito carnal y el de alimentos, provienen del mismo oscuro y tibio rincón del alma.
Me jacto, a mis años, de poder deducir las virtudes (o carencias) de un hombre en las artes amatorias con sólo verlo comer. Esos hambrientos que devoran la comida sin siquiera detenerse a sentir lo que saborean, esos trogloditas que engullen en dos bocados hamburguesas bañadas de salsas peligrosas y contradictorias, esos pobrehombres que no recuerdan en la cena lo que almorzaron, carecen del más elemental sentido de la estética a la hora de la horizontalidad. Despachan a sus mujeres como reses que van al matadero, y generalmente, tardan más en estornudar que en retozar. Huye de ellos, mi amor, huye despavorida, que la tristeza de la carne es una de las más despiadadas y más difíciles de exorcizar.
En cambio, aquellos que pueden describirte con entusiasmo su plato favorito, o que atraviesan su ciudad en busca de un manjar que sólo encuentran luego de esa travesía urbana, esos que se gastan el dinero en delantales, en especias misteriosas, esos que no tiene miedo de probar nuevos sabores, son generalmente, y pese a que puedan tener un aire taciturno, genios de las sábanas, poetas de la voluptuosidad, fabricantes de mujeres felices y fieles, gourmets de las emociones.
A las mujeres también las conozco viéndolas comer. Esas adictas a la dieta, que prefieren morir antes de meterse un chocolate en la boca, me resultan tan patéticamente evidentes en su frialdad que me extraña que los sex symbol actuales respondan a esas medidas tan escasas de noventa-sesenta-noventa. Las obesas, pobres criaturas, están tan hambrientas de cariño, se sienten tan solas y desesperadas, que tanto a la hora de la comida como del amor, se convierten en comensales inescrupulosas. El punto medio, como en todo, es lo saludable: ni comer por aburrimiento o por soledad, ni dejar de comer por lo mismo.
Te recomiendo, mi nieta querida, adentrarte en los secretos de la cocina y descubrir así muchas cosas sobre el amor; ser vegetariana durante al menos un año en tu juventud para que aprendas a amar a los vegetales y para que sepas que con o sin carne, la gente puede ser feliz; ser omnívora en la adultez, para que aprendas que en la variedad está el gusto, y volver a los vegetales en la vejez, para que cuando te vayas de este mundo, te sientas ligera y saludable. Comer despacio siempre, en la lentitud, tanto de la mesa como de la cama, se encuentra la verdadera felicidad.
Descubrir nueva formas de cocinar es una manera de descubrir nuevas formas de amar, investiga, lee, experimenta, no tengas miedo. La comida y el sexo generan placeres y culpas equivalentes, deshazte de las últimas si no dañas a nadie ("nadie" te incluye a ti), si agredes a alguien, la culpa es un buen sentimiento (sólo en éste caso) que te guiará de regreso hacia la salud.
Por último, mi amor, sé cuidadosa, la sensatez es muy buena consejera acompañada por la emoción; jamás comas nada por obligación, siempre sé tú quien decida sobre tu cuerpo, cuídalo, protégelo, regálale experiencias hermosas y vitales, vincúlate con lo eterno a través de él y recuerda que tu abuela cocinera, que te amó tanto mientras vivió, te cuida desde el regazo del creador.